Diecinueve de mayo. Calor de agosto, con la plaza a reventar. Se puso el cartel que quieren las empresas y se guardó un minuto de silencio por la muerte de Miguel Báez "Litri" . Llegaron los afamados toros de Victoriano del Río, tan codiciados por las figuras y debió de ser por el calor que no dieron juego ninguno. Hasta a cuatro de ellos se les pitó en el arrastre, no solo por la presentación, también por su juego. E iba plúmbea la tarde, por esta falta de raza y entrega de los morlacos de Guadalix, cuando salió el sexto. Se alborotó la plaza, y esta plaza alborotada nunca se sabe por donde puede salir. Un valiente Roca Rey, quién se lo puede negar, se tiró de rodillas y se empezó a pasar el toro por todos los sitios imaginables, con una velocidad que fue adecuando a medida que transcurría la faena y que puso los tendidos como en las grandes ocasiones. Allí había pasión, toreo bueno poco, el gentío aullaba unos olés que no iban acordes con el trasteo del limeño. Y llegó el momento de la suerte suprema. Se puede decir, que se hizo justicia. Las dos orejas las tenía en el bote con un toreo tremendista, que simulaba al realizado por Manuel Benítez allá por los años sesenta. Falló con los aceros y todo quedó en saludos tras haber recibido dos avisos. Mal colocado en la plaza durante la lidia, como en el tercio de banderillas del primero, que persiguió al banderillero sin que el estuviera en su sitio y pésimo en la lidia del tercero, que tomó las varas en el que hacía puerta, campando a sus anchas. Conceptos que son mínimos para un profesional.
Manzanares, padrino y Adrián, que confirmó la alternativa, pocas opciones tuvieron para el lucimiento, aunque Adrián saludara una ovación en el de la confirmación.
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